lunes, noviembre 20, 2006 

Barbershop: un fragmento de mi novela


BARBERSHOP
A novel of hairstyle and attitude










I
Dazed and confused










En aquellos días todo mundo hablaba del desastroso final de los 51 días de gira en Norteamérica de Led Zeppelin; de la golpiza que recibió su guardia de seguridad; de la muerte del hijo de Robert Plant a causa de una repentina infección estomacal; del supuesto anuncio de John Paul Jones en el que aseguraba la prensa especializada que no volverían a tocar en América; de la fascinación de Jimmy Page por el trabajo del ocultista Aleister Crowley y el accidente automovilístico de John Bonham en el que se rompiera dos costillas. Aquellos días estaban llenos de metal, estruendo y confusión… Quién pensaría que en medio de tanta maldición, mi padre, me encontraría pegado a la bocina del estéreo imitando, entre pujidos y balbuceos de inglés washenwersiado, uno de los temas musicales que me llevaría a entender que ni todo el rock ‘n’ roll estaba contenido en el Abbey Road y que Paul McCartney no era el pseudónimo que utilizaba mi tío Lorenzo cuando no iba a visitarnos; contrario a lo que ocurría fuera de casa, el sentir de aquellos días fácilmente lo podría resumir con la impresión que causó en mí escuchar algo más dulce y caprichoso en el 590, La Pantera, mi primer éxito registrado: Mrs. Robinson.

Eje Central y Avenida Las Américas; el 390, azotea, cuarto de servicio del departamento 403 para ser exactos. Ahí estaba yo, recargado en la bocina escuchando cómo el locutor gozaba al igual que yo el tema de la cinta El Graduado; en toda mi vida no recuerdo haber escuchado a alguien como él comentando la actuación de Dustin Hofman y lo que representaba aquella melodía para los hombres de su generación.

Justo ahí, en el momento preciso cuando estaba el locutor a punto de mencionar el nombre del cantante entró mi padre y le grité: “por favor, escucha el último éxito de los Beatles”. Él, con la paciencia del gurú que contempla a su discípulo afirmar que acaba de manifestar el despertar del Kundalini y alcanzar el Nirvana, acabó con todos los sueños de mi corta infancia… “Escúchame bien, ese no es John Lennon, ni tampoco son los Beatles. Sí, su nombre es Paul, pero Paul Simon y su disco está junto al libro de Siddharta”. Así cerró la conversación… A la par en que arrojaba su chamarra de mezclilla sobre el restirador, me hizo comprender que tenía a un héroe frente a mí. Nadie nunca había tenido el valor para mostrarme el camino que te alejaba de las tinieblas; sólo él y sólo una palabra le bastó para sacarme. Ese día entendí lo que era ser un hombre: mirar hasta el final del pasillo y saber que existe un más allá…




Así comenzó mi historia… tarareando La tonada americana, El condor pasa y Los sonidos del silencio. Horas después del éxtasis y la revelación, subía con Simon y Garfunkel a la parte trasera del Wolks Wagon 68 de mi padre. En verdad sentía gozo en el alma, algo similar a lo que en su momento debería haber sentido Moisés cuando bajó del Sinaí con las tablas de la ley bajo el brazo. No podía creer los dos grandes triunfos de mi día: el descubrimiento en casa del Live Rhymin’ en Concierto y nuestra tradicional visita mensual con Leonel: el peluquero de la familia.

No entiendo qué había estado haciendo todo ese tiempo. A qué se debía mi afán por encontrarle un parecido a cada uno de los integrantes de los Beatles con los miembros de mi familia. De hecho, era tal mi fanatismo que tenía tres categorías registradas: los parientes por parte de mi papá, los de mi mamá y los amigos que se iban incorporando a las reuniones semanales en la casa.

En la primera categoría tenía a mi tío Lorenzo como Paul, mi tío Armando como Ringo, mi tío Héctor como George y mi padre como Lennon; me parecía algo completamente fantástico el que mi padre pudiera ser un Beatle y que mi abuela tuviera como concepto de familia un cuarteto. Mi familia era el retrato mismo de la contraportada del Lady Madona y el Let it be: cuatro barbones vestidos de negro y de frente ante la vida. Ellos eran para mí el vivo ejemplo de que los artistas no se hacen con los discos… Se viven, se sangran, se llevan en la carne.

Nada me parecía tan acertado -hablando en términos de la influencia del destino- como el hecho de que mis abuelos hubieran perdido un hijo… Años después, cuando valoré el sentido de una vida intenté quitarme el remordimiento de la mente y pensé que aquel pequeño, bien pudo haber ocupado el lugar de Billy Preston a quien tuvieron a bien nombrar el quinto Beatle, misma situación que yo apliqué con el que pudo haber sido mi tío Carlos…

En el caso de mis tíos maternos la cuestión se complicaba; eran seis entre los que tenía que escoger (aquí mi tía Nancy no jugaba). De ahí que decidiera con el tiempo diseñar un juego mental en el que bajo un extraño sistema de random, azarosa y alternadamente se definiera entre mi tío Fernando, mi tío René y mi tío Victor quién ocuparía el lugar de Paul. Los otros casos eran muy sencillos: mi tío Rolando como George, mi tío Arturo como Ringo y mi tío Rodo como John. Con el paso de los años, los cientos de programas sintonizados a través de Universal Stereo y conforme mi estética dejó de tener como referencia lo unisex, noté que en ninguno de los casos guardaban parecido con el cuarteto Liverpool.

Lo mismo ocurría con los amigos de mi padre. Mi padrino Ziggy era más parecido a Billy Preston que a Harrison, el Chonillo había hecho casting metafísico para el Planeta de los simios, El Zaraguato le daba un aire a Clapton aunque él soñaba ser Frank Zappa y El Oso y El Gallinazo… Dejémoslo así, simple y sencillamente, vivía rodeado de estrellas de rock. De hombres de larga y rebelde cabellera; de brazos fornidos y peludos; de Topekas sucios y endurecidos; de espíritus libres y aventurero… De… perfectos cavernícolas.

No sé cómo mi madre nunca pensó en bañarlos y darles una retocadita. Por el contrario, cada 29 días, puntualmente, tomaba el teléfono y preguntaba por Leonel, aquél compañero de la Voca 8 de mi padre que dejó la escuela para dedicarse a una de las tantas profesiones que se anunciaban sobre mantas en Reforma como las actividades del futuro: “Cultor de belleza. 16 sesiones y usted será la envidia de chicos y grandes”.

Leonel Bolaños, 19 años, bien portado, cadera reducida y dedos largos. Por más que en su momento lo intentaron convencer que se incorporara al grupo de mi padre nunca quiso tocar el bajo o la guitarra. Curiosamente desde la secundaria en el Don Bosco sintió un llamado por las manualidades. De hecho, cuando vivíamos en la Obrera, solía buscar a mi mamá para que lo acompañara al centro a buscar capullos de papel maché y rollos para macramé. Mi madre encantada tomaba su bolsa y le pedía pasar primero a La Parisina. En uno de esos tantos viajes se armó de valor y decidió anotarse con Leonel a unos de esos cursos. Juntos terminaron “su carrera”. Ambos hacían competencia tomando como conejillos de Indias a los amigos. No obstante, Leonel ganó más experiencia; corría el año de 1975, mi padre contaba con 21 años, tenía tres hijos, trabajaba en el Plan Nacional Hidráulico a la par que estudiaba la carrera de Ingeniería en la UNAM, ensayaba por las noches, su banda se llamaba Los Few Mother y soñaba con sonar a los Yardbirds.

Como ustedes comprenderán, mi madre tenía todas las de perder, su día entre 4 paredes se limitaba a preparar la comida, educar a 3 hijos y dos hermanos, ayudar a transcribir apuntes, realizar tareas, fanatear en los conciertos y de vez en cuando, despuntar las vastas cabelleras de los miembros de la banda y uno que otro “artista” invitado a las toquines de los viernes.

Toda una vida de ensueño, quizá de ahí la identificación de todos con Led Zeppelín, “La última banda de heavy metal” como solía decir mi tío Chiro. Imaginen nada más: nueve discos en tan sólo 11 años de existencia; su primer disco lo grabaron en una sola sesión de no menos de 30 horas en 1968 y emplearon a sugerencia de Keith Moon, baterista de The Who, el nombre que los llevara a perder más de $800,000 dólares cuando en 1970 un miembro de la familia aristócrata von Zeppelin los demandó por abuso del apellido real. Pese a todas sus tragedias, siempre estuvieron rodeados de pequeños y geniales aciertos. Sus discos mantuvieron más de dos éxitos en el Top Ten tanto de Europa como en América; su segundo álbum, Led Zeppelin II, fue un verdadero fenómeno, llevaba más de 400,000 pedidos en Norteamérica cuando todavía no se lanzaba al mercado. Cuando se editó en 1969, el primer día, había vendido más de cinco millones de dólares y se mantuvo durante dos años y medio en el Top 40 en Estados Unidos. Whole Lotta Love sigue siendo el tema con el que se les rinde culto y de vez en cuando se les invoca.



Por cierto, a mi madre les caían gordos; no soportaba que en el clóset de su cuarto mi padre tuviera el póster de los cuatro (Plant a la izquierda mirando hacia la nada, con la camisa desabrochada, chamarra negra de piel muy a la tamulipeca; Bonham semi oculto en su chamarra cazadora con estola incluida; Page al centro envuelto en su gabardina, su chaleco de rombos y gorra pescadora; Jones con su piporra miel y su pierna flexionada y recargada en una barda de madera; todos ellos cubiertos de bolas de pelo o lo que podrían ser roídas barbas y cabelleras leonescas). Su imagen, en lo particular, me cautivaba. Su temple primitivo y salvaje; la distribución y repartición era casi mística y simbólica: Plant completamente aislado de los tres; Bonham sin figurar, como si estuviera profetizando su muerte, la única diferencia es que aquí no representaba una angustiosa asfixia provocada por su propio vómito; por el contrario, miraba sonriente a Jones quien con sus brazos cerrados negaba la posibilidad de todo diálogo y Plant, mirando al centro con ingenuidad, siempre humilde como aquel invierno de 1984 en el que fue invitado a suplir a Clapton en los Yardbird y prefirió seguir tocando con Tom Jones It’s No Unusual.

Leonel era fabuloso, no importaba la edad, el sexo o corriente musical que profesaras, siempre tenía tema de conversación para uno. En lo particular disfrutaba sus sesiones narrativas, la forma en la que pronunciaba los últimos fonemas antes de hacer una pausa me hacían sentir cosquillas en el ombligo. No sé por qué el ombligo, pero era una extraña y metafísica afección desde pequeño. Yo solía atribuírsela a la emoción, a la adrenalina que solía recorrer mi cuerpo cada vez que pasaba el peine y la tijera por detrás de mis orejas. Algo similar ocurría cuando me hablaba, cuando me pregunta “¿Como siempre?” y yo, con la seguridad de aquél que conquista tierra ajena no hacia más que responder con un rotundo “Sí”.

Adoraba sus historias, en particular aquella en la que intentaba justificar el sentido histórico de su “humilde” profesión. La postura que tomaba para esto era decisiva y entusiasta: recargaba su mano izquierda en la cintura y la derecha la oscilaba con una suavidad casi profética; siempre me daba la impresión que al terminar la gente respondería con un acentuado “Así sea”, pero nunca fue así, por el contrario, todos bajaban la mirada y seguían leyendo las revistas que solía dejar frente a un aparador lleno de pelucas y bisoñés.

Recuerdo bien su rostro cuando empezaba diciendo: “En la antigüedad, el cabello revestía una gran importancia y era considerado un atributo de belleza, de posición social y aún de virilidad. Hoy la gente ya no piensa en esas cosas; por el contrario, todos están obsesionados por verse iguales, por no ser nadie, por pasar desapercibidos. Yo no sé qué les picó que creen que da lo mismo ser hombres que mujeres, griegos que polacos, bonitos que unos mugres antropoides”.
“En cambio, entre los pueblos antiguos, China e India sobresalieron por el cuidado cosmético que dispensaron a sus cabelleras”. Y así solía contarme horas enteras de remedios y menjurjes; de cortes en uso y en desuso; de cómo las técnicas variaban entre las culturas y de por qué era importante reivindicar su profesión.

Es más, cuidado de aquel que le dijera “peluquero de oficio” por que la sesión de estética comenzaba con una larga y profunda inhalación de aire, tanto como para comprimir vísceras y bilis de un impulso casi primitivo y un soltar de golpe el peso mismo de la historia.

“Ahí va el desenglobado”, decía mi madre cuando escuchaba la narración decir: “la primera descripción conocida de un remedio para la calvicie procede de la India y se encuentra en el libro Rig Veda, que tiene aproximadamente 3,000 años de antigüedad. La cultura egipcia, por su parte, nos ha permitido seguir los pasos de su refinamiento, entre otras cosas, por los tocados de sus emperadores; por las costumbres de las clases superiores y del pueblo mismo, referidas a los distintos cortes de pelo, tocados, pelucas y cosméticos para el cabello. En Grecia, el comercio de los cosméticos capilares adquirió su mayor expansión cuando Alejandro Magno, como consecuencia de sus conquistas en Oriente, trajo consigo toda clase de recetas mágicas, tanto para curar la caída del cabello, como para teñirlo y aún imprimir nuevas formas al peinado.

Es tal el interés que produce que el mismo Hipócrates, el médico que sufriera de calvicie, diera nombre a la enfermedad (calvicie hipocrática); por cierto, en uno de sus libros de medicina, dejó escritas recetas para detener la caída del cabello. Más tarde, la ciudad de Tiro, puerto comercial fenicio ocupado por Grecia, adquirió gran prosperidad a causa de una famosa tintura, todavía hoy conocida como púrpura tiria. Los habitantes de Tiro, expertos en Khemeia (de donde deriva la palabra alquimia) habían desarrollado una fórmula secreta para obtener un colorante rojizo-purpúreo a partir de un marisco de sus costas. Esa tintura se utilizaba, frecuentemente, en el cabello. Las mujeres griegas y romanas conseguían que sus cabellos imitaran los rayos del sol pero, a costa de verdaderos estragos en el pelo.

Los productos que se importaban de Oriente, no eran para nada confiables y, en muchos casos, se suponía que correspondían a recetas transmitidas por los dioses. Tal fue el daño, que entonces nació el uso obligado de las pelucas que, por cierto, no se limitaron a imitar cabelleras naturales, sino que con ellas se daba rienda suelta a la imaginación, elaborando peinados fantasiosos que podían representar desde el amor a la guerra. René Rambaud, en su libro Les Fugitives, nos relata la existencia de una alta especialización en el cuidado del cabello, especialmente por parte de las esclavas. Existían jóvenes que daban los toques finales a cada peinado y eran llamadas, psecas; quienes confeccionaban los gruesos peinados eran las cosmetas; las aplicadoras de tintura eran las calamistas y, por último, las ayudantes, que manipulaban las tenacillas y las mantenían calientes eran conocidas como cinerarias. Como pueden ver –remarcaba Leonel, como si pintara un círculo en el aire con sus uñas postizas perfectamente pintadas- esta actitud profesionalizada demostraba el alto interés de los griegos por el pelo”.

“Una vez que el mundo conocido fue conquistado por Roma y sus legiones ganaban batallas; sus legisladores organizaban la vida social y sus generales y patricios propagaban el lujo y la moda; alguien habría podido decir que el mundo se peinaba como los romanos. Pierre Grimal, en su libro La vie a Rome dans l'antiguité (eso sí, en un tono afrancesado tan mamón que no se le entendía nada), asegura que en los primeros tiempos, los cabellos se trataban con naturalidad dividiendo la cabellera en dos y elaborando seis trenzas que se enrollaban alrededor de la cabeza y se sujetaban con cintas. Al formarse el imperio y tener acceso a los cosméticos elaborados en las tierras conquistadas, la atención del rostro y la cabellera fue en aumento y tuvo gran aceptación un producto traído de Egipto para decolorar y conocido como Hené. El escritor latino Apuleyo, quien vivió hacia el Siglo I de nuestra era, escribió: ‘Existe algo más fascinante que los cabellos con ricos matices, con reflejos centelleantes que deslumbran la mirada, unos por su amarillo más puro que el oro, otros, por el negro del ala del cuervo’. El furor del cabello rubio en Roma fue una constante histórica que llega hasta el Renacimiento”.

“En el Renacimiento –toma una pausa y un sorbo de su tradicional Jarrito de fresa-, particularmente en Florencia y Venecia, el cabello rubio constituyó una obsesión. En un curioso libro del Siglo XVI, Degli habiti antiche e moderne (Sobre las Costumbres Antiguas y Modernas –traduce al español por si alguno de nosotros no entendía de qué estaba hablando-) del escritor César Cecellio (primo del pintor Tiziano), se encuentra escrito: ‘Por lo general, los tejados de las casas de Venecia están coronados con pequeñas construcciones de madera completamente descubiertas. Allí es donde las venecianas están frecuentemente... con los cabellos expuestos al sol, durante días enteros, procurando aumentar sus encantos... Durante las horas en que el sol envía sus rayos más ardientes, suben a las pequeñas logias... se mojan varias veces el cabello con una esponja empapada con una mixtura compuesta por aloe, azufre negro y miel. Cuando el sol seca sus cabelleras, vuelven a empaparlas con la mixtura...”

“En la Edad Media –prosigue, haciendo un tono de voz más grave, como si su locución fuera a transmitirse por Radio UNAM- el mundo había caído en el oscurantismo. Los antiguos imperios de Occidente habían desaparecido y con ellos la civilización greco-romana. Marañón, en su texto Vida e Historia, refiere que: ‘un aspecto interesante del problema del cabello es que, por su alto sentido sexual, llegó a convertirse, en épocas de rigor moralista, en uno de los símbolos del pecado’. Y añade que, entre los moralistas de los Siglos XV a XVII, se habían encontrado curiosas sitas de condenación al cabello largo. Cuidar el cabello equivalía, según ellos: ‘a criar serpientes que habían de desarrollarse en el alma y perderla.’ Mucho antes del Siglo XV, San Clemente de Alejandría, refiriéndose a las pelucas, afirmaba que: ‘...los cabellos postizos equivocaban la bendición de los sacerdotes al aplicarse sobre cabellos muertos, arrancados a otra persona, y no saber adonde posarse la bendición.”

“El teólogo Tertuliano arremetió contra la tintura, afirmando que era: ‘símbolo y presagio de quien tal hace conocerá las llamas del infierno.’ El mismísimo Archipreste de Hita se alzó contra tales cuidados y aconsejaba: ‘Busca mujer de talla, de cabeza pequeña y cabellos amarillos que no sean teñidos de albeña.’ La palabra albeña es la traducción al español de la palabra egipcia Henné (Hena) que se utilizaba como tintura –decía como si nos citara notas de pie de página. En esa época, los barberos no se conformaban con aplicarse a los cuidados del cabello. Su actividad abarcó desde la fabricación de fórmulas hasta el encantamiento, pasando por las curas generalizadas de todo el cuerpo.

Con el correr del tiempo, esto produjo un choque inevitable con la medicina y derivó en un pleito que duró por un siglo, hasta que los barberos fueron obligados a ocuparse solamente del cabello. Posiblemente como resultado de esta polémica, los médicos se retiraron totalmente del análisis y consideración de los problemas capilares, lo que derivó en un atraso enorme, que perduró por siglos. Y así quedó el cabello abandonado a charlatanes y magos. Interesante, para la importancia de los barberos y su dualidad entre la medicina y la estética, resulta lo que escribió Marañón en el ya mencionado, Vida e Historia, sobre la campaña de Túnez, llevada a cabo por Don Juan de Austria.

En ella se afirmaba que existía entre las tropas un estado mayor médico compuesto por ‘cuatro protomédicos, veinticinco cirujanos, quince barberos y cuatro boticarios.’ Pero el cabello, aunque perdió varios siglos, volvió a recobrar todo su prestigio y hoy se ha ganado la atención tanto de los esteticistas, como de los médicos y de los grandes laboratorios de fama mundial. El científico al que le tocó abrirle las puertas de la medicina al maltratado cabello, fue el Dr. Sabouraud, un médico del hospital parisino de San Luis. A él le debemos el renovado interés que la medicina manifiesta en nuestros días”.

Así concluía, con un prolongado y devastador “ya dije”. Me impresionaba la retentiva y le nemotecnia que reinaba en su interior. Nunca en mi vida había escuchado a una persona que pudiera mencionar tantos nombres, tantas citas, tantos textos con tal precisión cronológica en el lapso de dos tintes, 1 corte y 1 manicure. Con el tiempo supe que justo lograba dicha coherencia narrativa porque solía asociar a cada objeto de su barbería un momento, un personaje y un libro. No quiero pensar qué hubiera pasado si alguien hubiese quitado de su sitio algún champú, unas tenazas, una secadora o la espuma de afeitar.

Sin duda, Leonel era asombroso, además era el único que tenía el valor civil para decirle a mi padre que Led Zeppelin no eran más que un conjunto de estruendosos aborígenes dispuestos, incluso, a invocar al diablo por un poco de fama, unas gruppies y uno que otro éxito en la historia del rock ‘n’ roll.

El día que dijo eso sentí en mi cuerpo el destello de la revelación. Un hombre contradiciendo la sabiduría de mi padre con cinco líneas y dejando en claro con una sinceridad devastadora, que el mundo no era como me lo habían pintado: roqueros disfrazados de conejos, pilotos ni morsas. El mundo de la música era mucho más que eso: había buenos y malos. Santos y demonios. ¡Guau! ¡Demonios en el mundo del rock!




Esa tarde llegamos a la casa y corrí a la sala a buscar el cuarto disco de Led Zeppelin. No podía creer que aquella portada ingenua de un muro derruido sosteniendo la fotografía de un hombre cargando una paca de madera sobre los hombros pudiera albergar en su interior la imagen de una montaña y un monje sobre ella que al reflejarse en un espejo proyectara el busto de un perro –cancerbero quizá. Un perro negro pensé cuando lo vi. Cuál fue mi asombro cuando vi que ese era el mismo nombre que llevaba uno de los tracks más exitosos que contenía el acetato. ¡Vaya sorpresa la mía! Corrí al cuarto de mi padre, abrí su clóset y pegué el disco al espejo de medio cuerpo que se encontraba en su interior. Mi padre estaba más sorprendido por mi reacción que por lo que vimos. Me tomó de los hombros y me dijo: “Lo que acabas de ver será un secreto entre los dos. No se lo vayas a decir a tu mamá porque nos mata. Imagínate lo que sería de ti y de mí, si se entera que el demonio está entre nosotros”. Así cerramos nuestro pacto… así acabaron los días de inocencia. Un mundo nuevo se abría ante mis ojos: mentiras, satanismo y rock ‘n’ roll. ¿Qué más podría pedir un niño de 7 años para alimentar su imaginación? Nada o ¿sí?

Tony Wilson de la Melody Maker, escribió que en el año de 1969, le pidieron que dijera el nombre de dos bandas que ese año seguramente la harían. Su primera opción fue Led Zeppelin, era obvio que un gran éxito se aproximaba a la trayectoria de esos jóvenes espantaburgueses.




Su segunda elección fue Yes; de ellos se expresó como un grupo que proyectaba vida, virilidad y virtuosismo. Su musicalidad era superior a cualquier sonido amplificado en cualquier discoteca de Londres. La armonía de la voz de John Anderson, la naturalidad de las vibraciones de Bill Bruford, los arreglos de Tony Kaye y la suavidad melódica de las guitarras de Peter Banks, parecían no encajar ni en el jazz ni en escandalosa energía que desprendía el rock de aquellos días.
Su imagen desaliñada y afeminada, el furor hippie de sus camisas, chalecos, collares de cuentas y grandes cinturones remarcando la cintura en esos ajustados pantalones frente a un mausoleo no eran lo que cualquier madre hubiera pensado para un hijo; pero me encantó.

La melancolía con que interpretaban I see you de David Crosby y la brutalidad de Every little thing de Lennon y McCartney fueron determinantes para marcar los siguientes años de mi formación. Todo tenía que estar revestido de psicodelia y espiritualidad a la occidente. Era como si en el mundo no hubiera lugar para los malos músicos.

El sentir progresivo de sus melodías, la voz acuosa, aguda y siempre en lamento de Anderson no era otra cosa más que un recuerdo de los buenos días que pasé con Simon y Garfunkel. Además, Yes tenía algo que carecieron muchos de los grupos de la época y eso se llama historia. Bastaba ver el árbol genealógico del que se desprendían todos sus integrantes: The Warriors, The Syndictas, Syn, The in crowd, Marbel greer’s toy shop, Tomorrow, Bodast, The Strawbs, King Crimson, The Crazy world of Arthur Brown, The Nice, Atomic rooster, Genesis, Refugee, Emerson, Lake and Palmer, The Moody blues, UK, League of gentlemen, Asia, Vangelis, GTR, Moraz, Earthworks y Three.

Su rotación de personal fue, quizá, una gran clave para su éxito; aunque muchos no auguraban tal debido al racionalismo que se sentía en su primer álbum firmado con Atlantic Records en 1969: Yes.

A muchos les sonaba oscuro y autocomplaciente, a mí sin embrago, me llevó e percibir en ellos un aire mítico y aventurero como el que después reflejara Roger Dean en sus portadas.

Su segundo disco Time and a word de 1970, y la salida de Banks para dar pie a Steve Howe, fue importantísima para definir mucho de la fuerza del sonido de sus guitarras. The Yes album de 1971 fue sin duda el parte aguas de su trabajo musical; por primera vez se colaban en el Top 10 inglés y en el 40 en Norteamérica. El desencanto de la fama llevó a Kaye a abandonar el grupo y permitió la incorporación de Rick Wakeman quien dio una nueva dimensión a la banda y sobre todo, al disco Fragil con el que llegaron rápidamente a ocupar el 5 lugar de popularidad en Estados Unidos.

La época de los grandes tours había llegado; eso, más el sencillo “Roundabout” y el arte conceptual, fueron los grandes ganchos que los anclaron con la masa.




1972 dio la bienvenida a Close to the Edge y la salida de Bruford para irse con King Crimson. Alan White, baterista de Plastic Ono Band fue un gran apoyo moral en aquéllos días en que todos los grupos del mundo soñaban con lanzar un disco doble; Yes se dio el lujo de emitir uno triple: Yessongs.

1973, fue el año de los solistas, los egos y los talentos individuales. Wakeman nos ofreció The six wives of Henry VIII, Journey to the centre of the Earth, The myths and legends of King Arthur and the Knights of the Round Table. Anderson colaboró con Vangelis, y logró colocar en el Top 10 su Olias of sunhillow, como lo hicieran Squire, Howe y Patrick Moraz -quien se les uniera para crear The Tales from topographic ocean’s en 1974.

Su afición por la lectura de los clásicos los llevó a crear Relayer, donde intentaron adaptar musicalmente la Guerra y la Paz de Tolstoi.

El sentido comercial empezó a preocuparles y es muy notorio en Going for the one de 1976 y Tormato de 1978.
Los ochenta y la fiebre del New wave anunciaba la caída de los grandes monstruos. Apoyados en el éxito de Geoff Downes y su Video killed the radio star, los lleva a estructurar una obra inconsistente musicalmente pero muy pegajoso a nivel
comercial: Drama.

Owners of a lonely heart fue el hit que los regresó a los escenarios y que los sostuvo económicamente hasta la salida de Big generator en 1987.

Finalmente los noventa los reunieron ya no como Yes sino como Anderson, Bruford, Wakeman and Howe y posteriormente la reunión de casi todo el clan Yes en una sola agrupación musical.

Sea cual sea su alineación, Yes me mostró la magia del terciopelo, la chaquira y el cuero bien curtido. Su musicalidad estaba asociada con la genialidad, con las lecturas abundantes y las más de ocho horas de ensayos diarios de cada uno de sus integrantes. Había escuela, rigor, disciplina, academia en sus composiciones. Cada una de sus canciones de más de 9 minutos, eran sinónimo espíritu artístico. Ya no bastaba tomar una guitarra y sacar el círculo de “Do” como en la película de Vaselina. La intelectualidad había llegado a la escena musical y había llegado para quedarse, como lo hicieran Janis Joplin, Jim Morrison y Bob Dylan.

Ese era el impulso que yo necesitaba; ritmo que me invitara a leer a Herman Hess y Gabriel García Márquez. Mi padre llegó esa tarde con Juan Salvador Gaviota y dijo que era el libro con el que yo tenía que iniciarme si es que quería empezar a volar alto. Muy probablemente las referencias platónicas y la filosofía de bolsillo que lo revestían fue lo que lo llevó a creer que cambiaría el rumbo de mis días. Y no puedo negarlo, sí que causó efectos sobre mí. Ahora se me antojaba leer todo lo que estuviera a mi alcance, era algo así como la mezcla energética y romántica de “Looking around”; imaginen a Gilgamesh bajando al mundo de los muertos buscando la planta que devolverá la vida a su mejor amigo, ese era yo escuchando “Harold Land”.

Todo tenía ese matiz épico, esos caballos corriendo por los desiertos y los paisajes misteriosos de su portadas. Yes era cuentos de hadas y los amigos de mi papá ensayando todo el fin de semana para sacar una sola de sus canciones.

Las reuniones de los viernes, ahora tenían que ver con la literatura, se reunían a leer textos de Blake, Snyder y Rimbaud, les dio por escuchar a Pablo Milanés, Serrat y Joan Baez; querían hacer poesía musical según ellos; algo que elevara las conciencias con las líricas y el alma con la música. Hoy nos suena cursi, pero en aquellos días, tener un tema en tres movimientos como “Starship Trooper”, o “Close to the Edge”, podría haberlos hecho sentir grandes. Ya en alguna ocasión mi tío Sergio, queriendo hacer alarde de virtuosismo tocó un solo de una hora para “Light my fire”. Cuenta la leyenda, que todos se fueron a cenar, por unas cervezas y regresaron y él, seguía tocando. Los dedos le sangraban, la gente estafa eufórica o más bien hipnotizada, qué otra cosa puede ocurrir después de una hora de escuchar el mismo mantra. Estaban locos por sonar largo y tendido como “In a gada da vida”, pero orquestalmente como “Long distance runaround”.

Ya Lucía Mendez los había invitado a tocar en sus quince años ahí en la Alamos, pero dudo que hubiera sido en esos días, pues lo único que hubieran provocado es que dejara loco a alguno de los que andaba viajando en ácido o que los corrieran por aburridos. La gente quería agresividad, euforia y locura desbordante, querían la alegría de los metales de Blood, Sweat and Tears, la simpatía de Clapton, Winwood y Baker y su Blind Faith, querían algo contestatario como Buffalo Springfield o Canned Heat, pero no tan desquiciado como Captain Beffheart, Frank Zappa o el Floyd de Syd Barret.

Pero estuvo, bien; de no ser por ese afán clasicista, jamás hubieran entrado al conservatorio a aprender algún instrumento formal. Mi padrino Chucho que era un virtuoso de la guitarra optó por el violín, el Oso, la guitarra clásica, el Gallinazo el Sax, mi padre la flauta transversal, y Chazán la trompeta. Ahora sí, ya podrían tocar largas piezas de Santana o imitar, incluso, a Jethro Tull.


domingo, noviembre 19, 2006 

Segunda entrega. Capítulo II

II
Hello Goodbye




Que difícil se vuelve contar una historia si no se mencionan detalles importantes como el tamaño de las manos, la finura de unos ojos, lo bien boleados que llevaban los zapatos o lo sonriente que solía salir en las fotografías el personaje principal. A mí también me cuesta trabajo buscar el detalle de distinción; no sé bien si eran sus trajes rectos negros, sus camisas blancas bien almidonadas o el cabello ligeramente amelenado batido suavemente por el viento; no sé si era su actitud rebelde o la manera en que cruzaban sus manos cuando jugaban a posar para una gran portada de revista. Lo que me queda claro es que todo aquello era un mundo de fantasía: mi tío Armando jugando con los platillos y golpeando a contratiempo el pandero, mi padrino Chucho sacando de oído a la primera los acordes de “House of the rising sun”, el Chazán vendiendo su colchón para comprarle cuerdas a su guitarra, mi tío Héctor “El cabezón” comiendo hasta reventar el pozole que hizo esa tarde mi madre y mi padre corriendo en los pasillos de la Voca 8 gritando de emoción que acababa de lanzarse al mercado el Sargent Pepper de los Beatles.


El disco es una secuencia infinita de experimentos sonoros; había mística y misterio en cada uno de sus extremos. El espíritu invocado e ilustrado de Sri Yukteswar Giri, Aleister Crowley, Karlheinz Stockhausen, Carl G. Jung, Edgar Allan Poe, Fred Astaire, Aldous Huxley, Dylan Thomas, Tony Curtis, Mae West, William Burroughs, Sri Mahavatara Babaji, Stan Laurel, Oliver Hardy, Karl Marx, Sri Paramahansa Yogananda, Marlon Brando, Oscar Wilde, Stephen Crane, Lewis Carroll, Shirley Temple, Albert Einstein, Marlene Dietrich, y Mohandas Karamchand Ghandi, entre otros, llenaba de magia, pasión, inocencia y ocultismo cada una de las trece melodías que pretendían describir la soledad que experimentan los miembros del Club del Sargento Pimienta.

La tarde que llegó mi padre con el disco toda actividad se suspendió en la casa. Mi madre preparó una jarra de tejuino, tostadas plazeras y hubo silencio los primeros minutos. El ritual había comenzado, todos sentados en el centro de la sala habían pasado con cuidado el acetato y observado con la emoción con que se espera en la vida la llegada de un hermano o que la novia se desvista para hacer el amor.




El cielo azul, las fotografías en blanco y negro, unas más cabezonas que otras, su distribución a manera fotografía de graduación y el color chillante de los trajes de un cuarteto que visionario ve al frente como quien contempla el futuro y a su lado, las cuatro figuras de cera simbólicamente soportando el dolor con el boxeador Sonny Liston como su sparring. Aquella caligrafía floral estaba inscrita de sangre ritual.

Mi padre despojó el celofán del acetato mientras mi madre desde la cocina gritaba: “Cómo la hacen de emoción”. Así, cumpliendo con hombría a sus obligaciones, lo colocó en la tornamesa. Los primeros acordes de “Sgt. Pepper’s loneyl hearts club” se escucharon con eco ante el silencio de la casa.



Mientras fluía la verdad que sólo se revela a los profetas e iniciados, uno a uno se fueron tirando al piso. El tirol que se desprendía del techo absorbió sus recuerdos y cada una de las imágenes que se creaban ante “Lucy in the sky with diamonds”, “Fixing a Hole”, “She’s leaving home”, “When I’m sixty-four”, “Loveley Rita” y “A day in the life”. El disco lo repitieron hasta rayarlo. Las tostadas se habían hecho aguadas sin haber sido probadas, los hielos del tejuino se derritieron en su totalidad y mi madre se durmió en el sillón a la tercera vuelta.

Éxtasis y revelación son las palabras que describen el momento, algo así a lo que experimentó Lennon cuando conoció a Yoko Ono en una galería de arte moderno en Nueva York donde se exponían cuadros minimalistas.

Después de quince minutos de silencio tras la doceava puesta, el Chazán rompió el hielo; se enderezó un poco, pegó sus rodillas al pecho, se rascó la cabeza y comentó: “Está pocamadre y si lo volvemos a oír”. Y así les llegó la noche y la madrugada. El disco entero contenía en una extensa y apabullante sinfonía el sentir de su generación: psicodelia, magia, esoterismo, literatura, oscuridad, rebeldía, artistas pop, gurús de segunda mano, orientalismo y mucho, pero mucho rock and roll.

Esa tarde mi padre recordó con nostalgia los días en que mi abuelo Lorenzo le enviaba desde Mexicali aquellas pelucas Mod, los trajes negros sin solapa y cuello Mao y las cuerdas para su bajo Gibson.

En casa nunca faltó un recuerdo Beatle; había muñecos de porcelana con cabezas bailables y movibles soportadas por un resorte; camisetas con la portada del Revolver, tazas con el nombre de cada uno de los integrantes y posters por toda la casa.

En las fiestas, mi tío Héctor y mi padre eran la sensación, bailaban cada una de las canciones de sus discos como si fuera el fin del mundo y ellos tuvieran que hacer un ritual vudú para impedirlo.

Mi abuelo les consintió cada uno de sus caprichos musicales, los cambios de ropa, los ensayos en la sala de la casa, las visitas inesperadas que eran recibidas en el garage como si estuvieran grabando el “Let it be” y las decenas de cortes de pelo. Lo usaron corto, lo usaron largo, con bigotes a la western, las patillas a lo Gabilondo Soler, los flequillos alborotados, las melenas de príncipe valiente y al final, la irreverencia: revolucionario como Jesucristo y las barbas enarboladas de sabiduría como rabinos.

Todas sus etapas estéticas estaban en esa portada; desde la algarabía Mod y la ingenua impertinencia estudiantil hasta la desparpajada y herética desilusión postexistencialista, muy a la beat, muy a la americana.

El trabajo visual de Peter Blake, Jann Haworth, Madame Tussauds y Michael Cooper sólo podía estar ahí, en un álbum asquerosamente bello y conceptual; en un disco en el que se desbordaba la curiosidad y la búsqueda por hacer algo completamente diferente. Era revolucionario, distorsionado, pesado, ecualizado, único y concreto. 700 horas se necesitaron para su grabación mientras que el primer sencillo de los Beatles, “Please Please Me”, se había grabado en tan sólo 585 minutos. Era obvio que estaban ante un disco que cambiaría la historia de la música. Cada micrófono colocado en los metales, campanas y violines; los audífonos convertidos en micrófonos para captar los instrumentos de cuerda; los ecos en las vocales y sacados a través de las bocinas Leslie de un órgano Hammond; osciladores, velocidades alteradas, coros alternados de cinta cortada y puesta al revés junto con los acordes finales de “A day in the life” formando un groove hipnótico e infinito.





Sin lugar a dudas, la vida cambia después de “Being for the benefit of Mr. Kite!”. Nadie puede ser el mismo tras aquellos pasajes iniciáticos legados tras 129 días de creatividad y alucinación.

No puedo negarlo, desde aquel día, los Beatles estuvieron en casa llenando cada segundo de mi vida. Estaban en la cocina, en la sopa de letras que preparaba mi madre, en el tapete del baño, en las calcomanías pegadas en los clósets, en la parrilla del Volks Wagon, en las tocadas de los viernes, en los reventones de la Álamos, en las canchas de fut del Don Bosco, en Radio Capital, en la primera salida de mis padres, en su viaje a Avandaro y los eternos minutos que tuvieron que caminar entre hippitecas y desnudos, en la carta que escribiera mi padre a mi abuelo para anunciarle el embarazo de mi madre, en el abandono de casa de mi abuela, en mi nacimiento en una casa de monjas en la San Miguel Chapultepec, en el bambineto que colocaban en el maletero, en las noches en vela que pasó mi padre para terminar la prepa y la carrera, en mis primeros pasos en la casa de mi tío Bonny en la Narvarte, en mis primeras palabras donde lo único, que dice mi madre que se me entendió: fue “yeah, yeah”.

Todo en esta vida puede ser ilustrado por una canción de los Beatles. No hay infante que no aprendiera el abecedario con la versión de “Leatter B” (“Let it be”) de Plaza Sésamo o adolescente que no se sintiera maldito escuchando “Helter Skelter”.
A la fecha mi madre espera cumplir sesenta y cuatro años para recibir su tarjeta de felicitación y una botella de vino; todavía se pregunta si será querida y atendida o si tejerá una bufanda junto a la chimenea, misma que emplearan mis padres en sus paseos dominicales. La vida entera podría ir del “From me to you” al “We can work it out”.




El bien, el mal; el día, la noche; el amor, la decepción; los viajes, la soledad; la frivolidad, la voz de la experiencia; todo está en sus diecisiete discos de estudio y sus cientos de grabaciones piratas. Ellos son quizá el soundtrack de mi vida y yo quizá, la canción que les faltó escribir.

La tarde que descubrí que el mundo no había sido ganado por los buenos, también busqué señales del demonio en los discos de los Beatles. Era extraño, según nos mostraron años después en un video transmitido en el salón de civismo del Colegio Cristóbal Colón y realizado por los Hermanos Maristas en Bostón, en la canción “Number 9” una misa negra se podría percibir sin necesidad de artimañas de laboratorio. Yo esa tarde, sólo vi dibujos animados, a Lennon vestido de blanco seguido de Ringo en traje negro, McCartney descalzo y fumando y Harrison totalmente de mezclilla. No encontré al diablo en Abbey Road, en el submarino amarillo, ni en lo más blanco de lo blanco del White Album. Sin embargo, sí que lo estaba en el Let it Bleed, Their Satanic Majesties Request, en el Goat’s Head Soup, en “Paint it Black, y en “Sympathy for the devil” de los Rolling Stones. Ya decía que ser el lado opuesto de los Beatles tenía su truco oculto y miren dónde lo vine a descubrir.

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